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Post-scriptum: sobre el desfondamieno de occidente

El devenir-otro de Occidente no puede entenderse como la simple asunción de una identidad o forma ya dada, ni como la mera inversión de relaciones jerárquicas históricas que, bajo el lenguaje del poder, se presentan como una pseudo-“retrocolonización.” Lo que hoy presenciamos en ciertas dinámicas sociales y culturales (presión de sujetos, símbolos y territorios marginales que irrumpen en el espacio europeo) no es en sí un verdadero devenir sino una forma de reterritorialización que, aunque diferente en sus apariencias, reproduce en su fondo estructuras arborescentes, jerárquicas y fascistoides, propias de un aparato de poder que captura la diferencia para someterla a la lógica dominante: el capitalismo. Este fenómeno puede leerse como un desfondamiento: la erosión radical de las formas tradicionales de Europa, pero también la amenaza de que ese desmoronamiento sea rellenado con nuevas formas de organización cerradas, esencialistas y excluyentes.

El devenir-otro es un proceso de creación, no de repetición o imitación. Es una línea de fuga que no apunta a la identificación con un Otro preexistente, sino a la invención constante de nuevos modos de existencia y de relación que deshagan los binarismos fijos, las categorías totalizantes y las jerarquías arborescentes. Se trata de activar multiplicidades rizomáticas que disuelvan las dialécticas del tipo “nosotros/ellos,” “centro/periferia,” “colonizador/colonizado,” sin que ello implique la constitución de nuevas totalidades o la captura por nuevos dispositivos de poder, aunque vengan vestidos con otros ropajes. La verdadera subversión reside en evitar que la crisis y el desfondamiento de Europa terminen siendo colonizados por formas fascistoides o esencialistas que, bajo la apariencia de resistencia o recuperación minoritarias, recomponen un aparato cerrado de exclusión.

Esta ambivalencia es el riesgo del devenir-otro: que se convierta en un falso devenir, una reproducción invertida de las viejas lógicas, donde la diferencia y la apertura se vuelvan pretexto para nuevas formas de dominio. Por eso, el desafío es pensar y vivir un devenir que no consista en asumir ni un papel ni una identidad, sino en modular el cuerpo social y político en su multiplicidad y fluidez, dando paso a una creación incesante que no pueda ser capturada ni fijada. Esto implica una práctica política y cultural que no solo deshaga los fundamentos arborescentes de Europa —sus relatos, sus identidades, sus instituciones— sino que se resista también a cualquier forma de reterritorialización que traicione la promesa del devenir.

Así, el devenir-otro no es un proceso de pérdida o entrega o carencia de la identidad occidental, sino un acto de ruptura con sus formas hegemónicas y un salto hacia lo inédito. El desfondamiento que acontece no es destrucción sin más, sino la apertura de un vacío creador, un espacio donde las fuerzas disidentes, nómadas y rizomáticas puedan proliferar. Por eso la ética del devenir-otro reclama una fidelidad en dos sentidos: a la historia y al cuerpo fragmentado que somos, y a la invención continua de modos de existencia que no reproduzcan ni la nostalgia del poder ni la venganza de la exclusión.

Este es el punto crítico donde debemos situar nuestro pensamiento y acción. Ni en la defensa cerrada de un “nosotros” ni en la adopción acrítica de un “ellos” que puede ser igual o peor. La línea de fuga verdadera atraviesa la multiplicidad y la diferencia, provocando un deslizamiento constante que impide la fijación, el cierre y la dominación, y que abre el camino a formas nuevas de vida y comunidad, siempre provisionales, siempre inacabadas, siempre rizomáticas.

¿Qué entendemos por devenir-minoría? ¿Qué es una politica menor?

El devenir-minoría no implica volverse un ente concreto ni identificarse plenamente con una comunidad, etnia o identidad determinada. No es un devenir hacia un “algo” ya existente, ni hacia “esto” ni hacia “aquello”. Más bien, el devenir-minoría es un vector diferencial, un movimiento que surge desde ciertos puntos materiales y sociales específicos, que parten de comunidades o grupos reales, pero que no se agota ni se cierra en la identidad o representación de esos grupos. Es una línea de fuga que atraviesa esas realidades sin reducirlas ni fijarlas.

Este devenir se alimenta del conflicto material y político que enfrentan esos sujetos o colectividades — como la lucha palestina — que encarna, en palabras de Deleuze en “La grandeza de Yasser Arafat”, no solo actos de violencia sino también una experiencia histórica profunda de injusticia, negación y desplazamiento. La causa palestina es, ante todo, un conjunto de sinrazones y promesas incumplidas, que la dominación intenta borrar negando la existencia misma del pueblo palestino, reduciéndolo a un accidente o a un “error” histórico.

El análisis de Deleuze es un llamado a entender ese devenir desde la singularidad de la experiencia palestina, sin caer en un orientalismo que exotice o esencialice, sino reconociendo la complejidad histórica y política de su resistencia. La negación del pueblo palestino es una violencia que excede lo físico y material, instalándose en el terreno de la ficción política y simbólica que busca vaciar territorios, borrar memorias y fragmentar subjetividades. El devenir-minoría emerge desde la materialidad de estas luchas concretas, pero no se reduce a ellas. Más bien, se trata de extraer de estas experiencias un movimiento diferencial, que desestabilice las lógicas arborescentes, los aparatos de poder fascistas, y los mecanismos de captura simbólica que intentan anular toda diferencia. Es un desfondamiento, un despliegue rizomático que desborda las identidades fijas, creando nuevas formas de existencia y de resistencia.

Así, la política menor debe tomar en cuenta esos vectores diferenciales materiales, reconociendo las injusticias y las experiencias concretas que los producen, sin intentar subsumirlas en un relato único o homogéneo. Debe resistir la tentación de convertir al “otro” en un objeto identitario o en un destino inevitable del devenir. Debe afirmar el devenir-minoría como un proceso de producción de diferencia activa, que desborda sin replicar las violencias coloniales o esencialistas, ni las falsas oposiciones “occidente/oriente”.

El devenir-minoría es una política del movimiento y la diferencia, que toma en serio las condiciones materiales de los sujetos que resisten, pero que se despliega en un plano de consistencia que atraviesa y desestabiliza los sistemas de poder. En este devenir no hay un “ser” a conquistar sino una potencia que se despliega en la emergencia continua de nuevas formas de existencia y lucha, con el horizonte siempre abierto y sin dejarse atrapar por ninguna identidad fija, nacional o cultural.

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El Ritornelo

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Empezado el jueves, 3 de Octubre de 2024.

Última actualización: viernez, 25 de abril de 2025.

- Portada -

Por la mayor parte siempre me consideré un bueno-para-absolutamente-nada. Mi tiempo, de todas formas (intentaba autojustificarme), no dejaba sitio para grandes personajes. Ya nadie destacaba en nada — me decía. Sabía sobradamente que aquello que me repetía era falso, pero tampoco encontraba argumentos fehacientes que me confirmaran lo contrario. Fui hecho nacer en un tiempo donde ser un genio importa muy poco.

Sea como fuere, yo seguía siendo un mediocre. Hubiera gente destinada a la grandeza, o ya sumida en ella, yo tenía asegurado que mi mediocridad, cosida a lo más recóndito de mis entrañas, no me dejaría destacar en nada. A lo sumo, quedaría relegado a ser un simple autor póstumo, sin que nadie escribiera una necrológica para mi en el periódico local.

El recuerdo es lo único que tenemos las personas para hacernos inmortales, sea del tipo que sea. A esto recuerdo uno vagos versos de un cantautor venido a menos que ni me digno a mencionar que hablaba de serse un cordero a la mirada de los demás y ser nada cuando la mirada — qué bien sino es la vista; vernos nos vemos todos, pero mirar, miramos pocas cosas — de los demás se aparta. Por lo menos la persona que cantó estos versos ha quedado inmortalizada en la mente de las personas que lo escuchasen. Pero este no es mi caso.

No me martirizo, aunque pareciere lo contrario. No pretendo destacar en nada aunque no deje de escribir (si es que da la casualidad de que se de la ocasión). Y en aquél momento pretendía, con los más estridentes retortijones de estómago, la más temible ansía de tripas, en ese momento, buscar una historia que marcara mi tiempo, o que permitiera ver la verdad de nuestro tiempo. Pero no quería hacer las veces de periodista, y mucho menos la simplona labor de un cronista de segunda. Aun tuviera más interés la obra de un almanaqueo, verdadero periodismo y cronismo.

Julio se abría paso con tórrido ritmo en la cuenca del Jerte.

El vagabundeo, lo itinerante, los pobres y los pordioseros, mediocres y medioshombre; los completamente desubicados en tiempo y en espacio han sido siempre el decorado de mi relatos. Irónico, para alguien que no es que salga demasiado de su casa. En ese aspecto me justifico a modo de anhelo Romántico imaginativo.

Encontrar un personaje así, un errante, un buscavidas, en mi tierra, digno de ser escrito, lo veo una tarea ardua complicada. ¿Es siquiera este el tema de nuestro tiempo – el Signo de nuestro Tiempo?

Si quiera el personaje no fuera persona, sino otra cosa. Fuese espacio, donde moviérese aquél sin-nombre del que hablo ahora. Como dicen los críticos de La Regenta, que Vetusta era la protagonista de lo que fuera escribiera Leopoldo. Yo no creo pudiera escribir sobre una ciudad. No conozco ninguna. Pero así como Vetusta es de mentira —¿ficticia?— hay quien empéñase en verle y buscarle las verdades al espacio, ¡y las personas! Así como un jueguecillo de buscar las diferencias, apuntando con el dedo, la mandíbula rozando el suelo, a grito de “miren, ¡ahí está! !El referente!” Porque hasta lo más abstracto tiene su compañero en los objetos naturales, o algo así, se es dicho…

Y sin más del norte, cerrados los cielos, entraba octubre sin siquiera poder haber cogido aire.

Pero por otro lado, echados a parte ilusiones y comandas de la mente, seguí pensando en aquello de hacer territorio personaje, si acaso mascararlo, en-mascarar lo que fuese sobre el suelo, o el suelo mismo se disponga y escribiere sobre aquello. Tal vez no ciudad ninguna, igual campo, tal vez sierra como parque o, puede ser, laguna y estanque, enclave socorrido de miradas vulgares y a sabiendas de que allí no hubo un nadie hasta antes de la edad común de Dios Padre.

Sí, puede ser que eso sea lo que yo busco. Un diario de viajes, como peón de batallón, herido en guerra retorna del campo de batalla para volverse a recorrer los lares que antes en su tierra, desterrado por ley en tiempo atrás, no hubo si quiera parádose a pensar. Igual quisiera hacer esto.

Pero de todas formas, aun gústeme esta idea de ver el verdadero valor de nuestro tiempo, a caso me refiero a mi propio tiempo, en la expansión del territorio virgen, no me queda más remedio que reducirme y apelotarme, ovillarme cual gato, en el propio territorio de mi muerte que anhelo buscando constantemente. Los movimientos que se hacen del cuerpo a través del vector de nuestra vida no son más que frunciones, acotamientos del terruño nuestro para llegar antes a aquella mullida cama en la que fenecer. Y he de confesar, que si quisiera yo morirme, no sería en burgo ninguno.

Nocheaba su primer día el dulce diciembre entre luces de cátodos modernos.

Si tan solo perdiéralo todo, no tendría jamás nunca que volver a preocuparme. Preocupación de tener algo por lo que estar preocupado. Estar bien, dormir bien, escribir bien, comer bien, beber bien, leer bien, comportarme bien. Si tan solo pudiera perderlo todo, no tendría jamás que volver a preocuparme. Si tan solo estuviera solo, no tendría a nadie tampoco por quien se preocupara por mi. Si tan solo careciera del afecto. Igual la guerra viniere salvadora a redimir el hálito del idiotés que susurra cual demonio.

El ritornelo de la melodía de Fin de Año pasó como agua de Mayo para mi alma y sus extensiones. Se repitió un par de veces más durante el mes de enero. Yo no lo echaba de menos ni lo despreciaba, pero era reconfortante escucharlo. Tampoco lo buscaba. La recepción de aquél hotel asía el tiempo como si fuera el último atisbo de algo inmanente a él mismo, como si sus muebles de madera lacada, copias de cuadros modernos, suelo azulejado como del ajedrez, y esos pilares sosteniendo la estructura de mediados de siglo, cuasi-milagroso, sus sillas talladas de mimbre y madera, fuera lo último que aferraran este espacio en el extrarradio a la vida. Sonaba el ruido de música cualquiera en la radio. No había nadie salvo el mozo tras la barra y un par de moteros se veían a través de la ventana, sentados en al suerte de terraza paso al aparcamiento del hotel, donde yacía un jardín que bien podía ayudarse de un par de tijeretazos. Al verlos pensé en aquello del vagante, del caminante. Pensaba, arrugando la bolsita del azúcar, si bien no era la motocicleta el moderno casi fascista, veloz, mecánico, ruidoso, potente, personal, extraño, del caballo en nuestros días. El símil, la metáfora en ver al motero —imagen hollywoodense de las que más, rockabilly, y cualquier subcultura yankee que se quiera, estirando el hilo— era tan sencillo, tan poco complicado, que lo descarté en seguida y me pausé a ver sus manos. Arrugadas, peludas. Un campo de herramientas callosas que estaban destinadas, como apoderado, a fumar cigarro tras cigarro en una barba amarillenta del hollín y la nicotina. El agenciamiento del hombre, el guerrero en este caso, con el caballo, la moto en el otro, ha sido siempre una de plena mutualidad, simbiosis incluso. Si bien esta relación ocurrió en las más de las veces en la guerra y en la muerte. No se cómo verían aquellos esteparios a su compañeros equinos, pero, apuesto que, entre romanticismos y sentimientos vagos, más ligados a la pena que un señor siente por su esclavo, el general europeo no distingue formalmente un caballo de una moto, o un caballo de un carro de guerra. Hasta cierto punto creo que hay un agenciamiento entre el guerrero, sea de donde sea, y su maquinaria bélica. Sea esta maquinaria biológica o mecánica. Cuando los torrentes del deseo corren, y recorren, de un cuerpo a otro, cuando se acopla el deseo, algo casi alquímico ocurre a varios niveles. Primeramente, la ciencia nos lleva a la conclusión de que el guerrero no es que pierda su individualidad, se vuelve uno y otro, múltiple. Su voz resuena como relincho del caballo o el rugir de un motor V4. Luego están el jinete y su corcel. Son solo fragmentos, máquinas, signos de una producción continua. Lo que importa aquí no es la nostalgia ni la metafísica de la guerra, sino la relación que se establece entre los cuerpos y las máquinas, entre los movimientos y las fuerzas que se desplazan sin cesar. El hombre no es ya el protagonista, sino un conjunto de intensidades que atraviesan la máquina, y la máquina, a su vez, atraviesa al hombre. La moto no es el medio, es el devenir del sujeto; la aceleración no es la velocidad hacia el futuro, es la ruptura de cualquier linealidad del tiempo.

Dióme cuenta tarde cuando todo el café se decantó en el fondo, y al tomar el último trago, la sensación de arena inundó mi lengua. Y recordé la orilla de tierra negra, del lodo en el fondo del agua del río Tiétar, entre los helechos que ya no existen y aquellos pináceos árboles que solo quedan en el tiempo que ya perdí. Mirando atrás me di cuenta que ya no había nadie en la terraza y que por la otra puerta, pasando el arco que separa el bar de la recepción, entraba una mujer como de otro lado. Nada casto de esta zona, nada que yo hubiera visto antes. ¡Si es que ni la vi! tapada como iba. Una fortuna de ambigua castidad, como si no quisiera ser vista. Aunque con tamaños pelajes y gorra, pareciera que en cierto modo quisiera lo contrario. Si bien tampoco había demasiada gente que quisiera venir a este apartado lar para que pudieran verla. Todo me era contradictorio en ese instante. Sin darme cuenta, y tras un parpadeo cómico, me percaté de que estaba murmullando, no hablando en voz baja, ni muy alto, pero un runrún como de garganta salía de mi boca, mirándome los pies y viendo Monfragüe allá al fondo, mientras mis ojos espasmódicos partían el espacio entre yo y la recepción. Hasta que la mujer marchó escaleras arriba cargando una maleta y nada más. Solo pude ver que su pelo era negro y el andar pesado, no por la maleta, sino por lo caído de sus hombros durante todo el encuentro frente aquél mostrador lacado. El mozo tras la barra miraba hacia mi parte de soslayo mientras limpiaba con un trapo los vasos que se había ido dejando en la barra. Hablaba en voz alta y sin cuidado con otro hombre, un parroquiano del bar, por la soltura con la que se desenvolvía en el espacio —pensaba yo—; sus pintas, un hombre trabajado por el nefasto paso del tiempo, con la mandíbula retraída y pelos blancos como quemados, que salían perpendicularmente de la esfera de su cráneo; tragaba una cerveza de barril mientras compartía una sonrisa telegráfica en el apartado de los dientes. Podría tener la edad que quisiera. Aunque no menos de cuarenta. El pellejo de su cuello y los lóbulos de las orejas, me decían, en su lugar, que era alguien más viejo de lo que mis vanas cavilaciones argüían. Pero como nunca me gustó darme cuenta de juzgar a los demás, solté ese pensamiento e hice el amago de entregar la taza del café al mozo. Este sí que tenía la pinta de ni si quiera llegar a los treinta.

— Es artista. — Soltó el mozo, mirándome directamente entre los ojos.

Sus manos sacudían el paño amarillo por al superficie de la barra. A primera instancia no sabía siquiera si estábame hablando a mi. Arremolinado en mi cabeza como me encontraba. Un chasquido de pensamiento me hizo reconectar.

— ¿Perdón?

Me contó sobre ella, no sin antes acusarme de mirón. Tampoco demasiado; que tenía una exposición en no se donde y que estaba de paso. No me supo decir con demasiada soltura a lo que ella se dedicaba pero sí que era artista. Yo no la conocía y aún así quedó en mi mente durante un tiempo. El tiempo suficiente para hacerme las cavilaciones más retoricientes de estómago posibles.

En el vestíbulo del hotel, en la madrugada del día antes en el que yo por fin fuérame de ahí, encontróla: una foto. Nada ostentoso, ni colgado en la pared, ni en un marco en los pasillos del hotel; sino encajada en el marco de un espejo ahí en la entrada. Entre la penumbrosa luz amarilla de las bombillas del vestíbulo. Una foto como si hubiera sido tomada en una cámara analógica, desenfocada, con los colores que uno se encuentra en un cuadro de Monet. Una figura de fantasma a la orilla del lago, con los pies desnudos sobre la hierba. No había pista que me dijera que fuese de ella, pero los vaivenes del hotel, la norma de sus huéspedes, la generalidad de la vida, me decía que esa instantánea no podía ser de otra naturaleza que no fuera de ella. La tomé entre mis dedos, con la misma ligereza que se coge un lirio seco, y mirándola detenidamente me quedé ofuscado en la longitud de su pelo negro. No encontraba su final, las puntas de sus mechones desaparecían del encuadre, como si dieran la vuelta al papel de la impresión.

La mujer de la recepción no le importó que la tomara. Probablemente ni se diera cuente de que la cogiera.

En un golpe de emoción di la vuelta a la fotografía, esperando encontrar las puntas de sus cabellos. Pero soló encontré un texto escrito en tinta negra. “Para ti. Tengo 8000 años.” y nada más.

Pensando ir tras de ella, como si fuera a recibirme en sus brazos, autoadjudacándome la dedicatoria de aquella foto que la certeridad de mi ciencia personal había dictado que era suya, pues no había más razón ni sugerencia que me pudiera decir lo contrario; salí corriendo a las tantas de la madrugada, de golpe, golpeando, golpeado, golpeador, golpeante. Dándole un golpe, propinando un golpe, golpeteando, golpeteadizando, golpeatruenolizando la puerta. La golpeé. De un golpe abrí la puerta, me golpeé con la espera, fui golpeado por el lo que fuera hubiera entre yo el golpe y la puerta. Golpeando la puerta del vestíbulo del hotel, golpeándome con la madrugada del día antes en que yo, por fin, me fuera de ahí. Salí por la puerta de un golpe, golpeando, golpeado, golpeándome, golpeándome golpeadoramente Esperando ir tras de ella, como si fuera si quiera a recibirme en sus brazos, a saberme siquiera quien fuera yo. Golpeando la puerta del vestíbulo del hotel, en la madrugada del día antes en el que yo por fin fuérame de mi. De ahí. Salí por la puerta de un golpe. Los charcos que se formaban del rocío de enero reflejaban las luces de los focos del aparcamiento del hotel. De madrugada las luces de las farolas se reflejaban en los charcos del rocío del mes de enero. Sacudí mis botas y cogí un cigarro de la pitillera, aplastado, oliendo al cuero. No sabía a tabaco pero a cuero. Seco. Arena. La piedra del mechero se iteraba en mi pulgar. Se me repetía como se repiten las secuencias de un zoopraxiscopio. De la pitillera cogí las botas y encendí la piedra. En mi pulgar se iteraba el cigarro como se repiten las zoopraxiscopias de secuencionario. Sacudí mis botas y cogí el primer bus que vi. Sacudí mis botas. Cuando creí verla, no era ella, mas cuando creía no haberla visto, resultaba que era ella en ningún lugar. Reflejábase en las superficies más pálidas y deslucidas. Reflejos que yo no quería ver ni veía porque no eran reflejos. Y al final me encontraba solo con lo demás, con lo otro. Ya todo estaba hecho. ¿Por qué no me miró? (Sintiendo sus ojos atorados en mi mente, en la nuca de mi cabeza sintiendo sus ojos atravesándome. Porque me atravesó dos veces, y tres, y cuatro veces me atravesó. El día en que por fin yo la encontré supe que todo ya había de haber llegado a su final. No contento con seguir desesperado en encontrar un pasatiempo para los vaivenes de mi corazón me dispuse a caminar deambulando, ambulatorio mi paseo, directo al final de la noche —más de dos meses que el sol no salía, y encima esta era la única razón que me ataba a la vida: saber que el sol saldría al día siguiente, pero no llegaba, y yo solo podía seguir creyendo— por los bulevares, hasta encontrarme en otros recipientes de cálida enseñanza del cuerpo. Pero no era eso lo que yo quería, y mientras yo me llenaba en esos sitios, delante mía, 200 años seguidos de juzgante mirada me cortaba en el cuello y me ahogaban el corazón. Y yo moría cada día más). No me miró más porque no me miró si quiera. No pudimos vernos. Cada mordida que yo recordaba daba al pastel de manzana, oliendo a canela toda su boca, recordaba yo cómo arreglaba las flores en el jarrón. Al tiempo fue inventándoseme en mi mente, la forma en la que seguro debiera ser. En cada paso de la escalinata se desaparecía ella un poco más. Y yo la sigo viendo, la miro en cada gota, y cada copo, y cada fibra de las hojas del roble, y en cada fibra de la bellota, y en cada linea de las letras que forman los versos de las poesías, y en cada símbolo de una partitura, y en cada silencio, y en cada ausencia, y en cada habitación abarrotada, y en cada vacío de la existencia. Veíala en mi reflejo de cada charco, de cada mañana al despertar por la madrugada del reloj la veía. Menos en el cine. Ahí no la veía. Ahí me miraba ella. Me miraba ella como mirábase la mirada suya contra el lago de los nenúfares. Agarrando una porción de algo, llevádose a la boca, deglutiendo haciendo bolo en la garganta pensaba si al menos fuera posible que se hiciera otra cosa con estas imágenes que yo me veía; y quería encontrarla un día en el salón, sentada en el diván, tumbada en la silla, leyendo siendo leída por mi. Me leía. Me leía los ojos. No sabía leer, la enseñaba. Me enseñaba a mi ser leído por la taza de porcelana, bruño dorado al borde. Y las pastitas de mora y de frambuesa.

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Matar al intruso

En el fondo del gaiwan se arraigaban las hojas del té. Eran las nieves de febrero lo que calmaba mi corazón de los trepidantes golpes acalorados del sentimiento. La pausa estacional me servía para poder acomodar en mi cabeza lo que no era capaz de controlar en mi estómago. Mamá seguía en sus tareas, despolvando las estanterías prístinas del comedor, donde se alojaban gratuitamente todas las obras que por mis manos no pasaron, salvo algunas pocas.

El polvo era algo que nunca reconocí como ajeno de mi. Siempre había algo suspenso en el aire; fueran telas de araña, ora humedad, ora el polvo que levantaba mamá. O los copos de nieve que venían en torrentes entre las montañas. Del sol se han cantado alabanzas desde que se levantó la mirada al cielo. Pero a mi lo que realmente me causaba emoción y presteza paulatina de pensamiento era, sin lugar a dudas, las de los ojos dorados con sus nervaciones por encima, como dejándose sentir aun cubriéndose. Y las alimañas del suelo y bajo el suelo.

— ¿A caso reconocerías tu propia mano de los trazos de un carboncillo sobre el papel?

— Esa pregunta es tan estúpida como estúpida es la mente que se atreve a decir cualquier cosa.

— Sin embargo yo sí me atrevería a decir que reconocería mi puño y letra de las cosas que produjera. Claro está.

— Yo no creo en el arte.

— Cobarde tozudez la vuestra la de los críticos.

— Tozudez no, que también, mas amor puramente eterno hacia lo que el arte es.

— ¿Y qué es?

— Cualquier cosa que pienses, su contrario.

— Pues pienso que el arte es vida, que viene de sentimiento y solo se produce de él; pues ahora el arte es muerte y solo produce rechinar de dientes, o pensamiento, como algunos burros lo llaman.

— Yo no pienso. O por lo menos no quiero pensar; pensar como piensan ellos, y tú, con la cabeza y con el corazón, que el cuerpo es un conjunto de órganos y alguno más tendrá que poder tener la palabra, digo yo.

— Pensar se pensará con los pensamientos.

— Mis pensamientos son de nube y vaho, de vaho y de agua caliente, que discurre entre pedregales y se amansa en los torrentes de un arroyo a descansar en mullidas costas de musgo y hierba.

— Supongo que podría ser así.

— Así es, y de otras muchas formas. Porque el pensar el esto y lo otro no quiere decir que no pueda pensar lo aquello y lo de allá sin dejar esto de otro lado, y también dejándolo apartadísimo. Porque no hay contradicción más grande que el no querer contradecirse.

Al despertarme de la siesta abrí los ojos en una rígida almohada húmeda. Con gotas como de febril duermevela reposadas en mi cabeza como el rocío en las telarañas de la alacena. Sacando la cabeza por la ventana de mi cuarto, dirección al salón, pasé por un jardín maravilloso de rojos carmines y azucenas saltimbanquis que me recordaron que aun debía recogerse el polvo y que no comí ninguno de los almuerzos del día aquella semana.

Sin si quiera pensarlo le atacaban imaginaciones de aquél momento, día sí y día también. Las manos de aquél hombre dibujando su figura con los trazos del sudor de su cuerpo recorriendo cada poro de todo el territorio de su superficie, las fuerzas de la acción apoderándose de ella como de muerte que viene en el momento más oportuno, en la dulce juventud. La muerte le vino del sabor más acrecentado de todos; la culpa.

Y su etérea figura, de maldita suerte de haberse transformado en mujer, en dicho mísero instante, execraron en su cuerpo las más virulentas formas de vida que jamás pudieron producir nunca un acto de aquél calibre. Mas sin modo alguno de poder solucionar tal calamidad, su existencia se vio reconfigurada en la de un mísero títere a merced de aquél y de cualquiera.

De todas formas, el polvo de mamá seguióse recogiendo todos los días. Aún con aquellos engranajes flotándole en la vista a cada paso que diera. El recordar de la espuma del mar le traía sin quererlo, y perdiéndolo todo de la vista, terribles y vívidas pesadillas. Mas ni siquiera vivía cerca de la orilla, y las aguas que más asiduamente veía eran las de la laguna del parque, ahí donde los patos y los peces gato.

Un día en un papel, con tinta en pluma recortada en la punta, negra y azul la pluma, escribió un poema que con el paso del tiempo fuésese perdiendo en el papel que lo guardaba.

[venida] del cielo

[… /…]

… a sus manos una paloma…

y si soltara en mi

lustrada

otra palabra más

… lengua me … [delata]

en el incienso

[… / _ ]

… llegan (?)

… y fuerza

…firmes puñales…

Al poco de morir su hermano la gelidez de sus manos se traspasó, en el transcurrir de unos pocos días, al cristalino de su mirada. No era ya la malhumorada sencillez de un recuerdo asquerosamente vivaz, aquello que colgaba en su imaginación constantemente, sino ya sus propias manos ahogando el arroyo numeroso de decisiones no dictadas por su voluntad las que hacia del arrastrar los pies, una regla digna del esclavo más fiel que hubiera.

Aquello fue como si su existencia terrena se disipara sin la menor de las advertencias. Aquello que llegó, realmente hubo avisado —avisóle a él, pero su orgullo de este mundo le puedo tanto como para sellar su lengua al cielo de la boca. Jamás dijo nada. Pero en los adentros, tanto de la mollera como de las vísceras, iba muriéndose. Hasta que un día acabó derritiéndose en coágulos negros.