El Dibujante
Algunas líneas ligeramente esbozadas sobre un pequeño trozo de papel por una mano desconocida y, después, inmemorialmente putrefacta. ¿Qué se anima en nosotros cuando detenemos nuestra mirada sobre ellas? Presentimos el secreto del lenguaje gráfico, la posibilidad de crear una obra de arte incuestionable en muy poco tiempo. Es una impronta del alma que tenemos ante nosotros, una impronta original disponible de una vez para siempre: algunos minutos de vida intensa, capturados para la eternidad. Es en este arte del dibujo en el que se apoyan los elementos esenciales de la pintura; es el fundamento del grabado en cobre, del grabado en madera y de cada una de las demás técnicas gráficas. Quizá en la actualidad es considerado con mayor estima que en el pasado ¿acaso no vemos hoy cómo los dibujos decoran las paredes y las cajas de cartón? Pero no es como un esbozo preparatorio o un estudio ocasional como este ensayo considera el dibujo, sino como un fin inmediato en sí mismo
Este arte responde a una modesta pulsión. No rivaliza con los fenómenos de la naturaleza sino que se contenta con producir signos. Es simbólico. Ligado a materias tan elementales como el papel y la tinta china, teniendo por utensilios buriles de punta o, en ciertas situaciones muy específicas, un fino pincel, desarrolla su estilo naturalmente y puede, una vez que se domina, ser modificado y enriquecido de manera indefinida. El estudio de la repartición de las superficies vacías, del efecto de los volúmenes unos sobre otros y, sobre todo, una cuidadosa atención puesta en las extraordinarias cualidades de las líneas han de ser las preocupaciones decisivas a tener en cuenta.
Cuando el pintor, el grabador o el ilustrador dibuja, tiene a la vista la tela, la placa, la impresión o el libro y carece de importancia el soporte: de qué papel, cartón, metal o madera se trate. Al contrario, el dibujante, tal como yo lo veo aquí, aquél que voluntariamente ha limitado su arte al dibujo, quiere llegar a la perfección en ello. Lo anima una sensibilidad particular hacia su material, muy distinta a la del pintor. Se reconoce en el papel y es excepcionalmente sensible a la atracción que el material puede ejercer sobre él, y, constantemente, está al acecho de soportes nobles. Su trazo será seriamente contrariado y le será completamente imposible dar lo mejor de sí mismo sobre un papel-máquina blanco calcáreo, mientras que el grano irregular, el tono gris o pardusco de un viejo papel pone calor en sus dedos. ¡Qué placer cuando, en el granero, echamos mano, como me ocurrió una vez, sobre algunos cuadernos de un suntuoso y antiguo papel arrugado o cuando nos ofrecen un grueso libro de cuentas apenas utilizado —de una firma de la Hansa— hecho de bello papel fermentado datando de 1821! Aún se encuentran actualmente magníficas cualidades en esos papeles fermentados, hechos a mano, que son mucho más interesantes que el “papel de dibujo” que habitualmente se utiliza en los blocs y cuadernos para esbozos. Quien busca encuentra y quien espera recibe. Mi padre, geómetra del Imperio, que conocía numerosos archivos, me dio, hace aproximadamente cuarenta años, una remesa entera de planos del catastro austriaco: el dorso virgen de esos planos casi ha sido, durante más de treinta años, el único soporte sobre el que he trabajado. Acabé habituándome de tal manera a la singularidad de ese viejo papel de más de cien años, apergaminado pero intacto, que, cuando comenzó a agotarse, tuve que racionarlo. Felizmente, algunos amigos me procuraron un resto de papel de una fábrica en quiebra, no tan idealmente resistente pero que, por el contrario, absorbía la tinta china hasta el punto de que el dibujo acababa por confundirse literalmente con el soporte. Más tarde, circunstancias más felices me permitieron de nuevo encontrar un fajo completo del mismo viejo papel del catastro austriaco que, desde entonces, utilizo con preferencia a cualquier otro
La tinta china exige la misma atención. Las hay de diferentes clases, y, entre otras, ésas tan deliciosamente perfumadas que nos llegan de la misma China y que podemos preparar nosotros mismos o comprar ya diluidas. Ocurre lo mismo con los buriles de punta, con los carboncillos, las minas de plomo y las tizas y —en mi caso particular— ¡con las plumas! La pluma es para mí, desde hace muchos años, el instrumento de trabajo más importante. Quizá pronto consigamos manejarla con confianza, pero nunca llegaremos a dominarla totalmente; entonces, nos alegramos de sus infinitas posibilidades. Su flexibilidad nos garantiza una transmisión inmediata, no solamente de la imaginación, sino también de la inexpresable agitación interior que la acompaña. Encontramos toda clase de cañas de pluma, cañas talladas y un arsenal de plumas de acero de punta redonda o fina. Su justa utilización, adquirida tras arduo adiestramiento, permite vencer la impresión de sequedad un poco pobre que ofrece el dibujo a pluma, desventajosa a primera vista con relación a los delicados efectos del metal grabado o a la impresión de monumentalidad que inmediatamente ofrece la madera. Mi técnica se desarrolló lentamente desde mis primeros trabajos a tinta china, cuidadosamente matizados después con acuarela. La necesidad de ejecutar esos dibujos vagamente diluidos desapareció cuando mi contemplación interior se hizo más luminosa: mi visión entonces se desplazó hacia un ensamblaje de líneas tan rigurosas como un sistema económico. Pero cada dibujante a pluma se esforzará por profundizar en su arte hasta el fin. Podrá recurrir a la oscilación intensa y creciente de un mismo trazo de pluma, que produce como bruscos estenogramas del espíritu, a los trazos discontinuos que apresan las formas con seguridad y flexibilidad o, aún, a una línea en apariencia totalmente imprecisa.
Lo que en primer lugar distingue al artista es su capacidad para crear formas, y, para él, será siempre cuestión de ponerla a prueba y reforzarla. En mí es desigual, indomable, viene a sus horas. Cuanto más violenta es la pulsión, más me fuerza a descargarme de la pesadilla de la visión confiriéndole forma: podemos pasar días enteros antes de encontrar como retener de la mejor manera la imagen oscura; a veces salimos de lo más profundo de los sueños con una solución inesperada. Le aconsejo al dibujante que repita su tema sometiéndolo a modificaciones: una penetrante exactitud del trazo será su recompensa
No creo en la opinión de que estudiar incansablemente la obra de los antiguos y nuevos maestros del arte del dibujo sea susceptible de aportar algo a la propia originalidad. Somos originales por naturaleza, y aquel que debe esforzarse para serlo dispone para eso de muy poco tiempo. Yo, a quien más le debo, es al trabajo de artistas modestos, menores y con frecuencia desconocidos. Un Rembrandt o un Durero nos instruyen por su inconcebible perfección, pero también desaniman la creación personal. Numerosos dibujos de grabadores, litógrafos e ilustradores apenas conocidos me han obligado, en cambio, a permanecer atento a los múltiples problemas que encierra este arte en blanco y negro, totalmente abstracto. En las revistas, en los libros, en los periódicos de estos últimos cien años, a menudo se han creado cosas con manos menos hábiles que en el pasado, cosas en las cuales el alma, en su abrumadora ingenuidad, se muestra con más pureza y ciertamente más fervor que en todos los “trabajos de escuela” que pueden ser tan horriblemente tristes. ¡Y en la actualidad! Podemos pensar lo que queramos del arte nuevo, pero hay algo que no podemos negar: y es que ha enriquecido de manera fundamental el gusto.
En lo sucesivo, vamos a percibir el discreto encanto de los espíritus atormentados, intentamos comprender los curiosos dibujos y pinturas de los niños, apreciamos la profunda emoción que producen en nosotros los fetiches de los pueblos oceánicos o sudamericanos, examinamos las producciones gráficas de los hipnotizados o los médiums y también prestamos atención, en los asilos, a la enigmática y ardiente pulsión artística de muchos alienados
El dibujante reflexionará muy naturalmente sobre estas cosas como, en general, sobre cada uno de los fenómenos que se proponen a él sin abandonarse ahí a ciegas. No puede depender más que de su propio arte. Y la naturaleza de este arte es tan caótica y rica como para que las cuentas que el dibujante se rinde a sí mismo sobre su propia actividad le obliguen a mantener en su mano el destino de su arte, libre para destruir lo que ha realizado y para crear decididamente algo nuevo sobre esas ruinas. Algunos han actuado de esta manera. Así se explican perfectamente tantas sorprendentes evoluciones de ciertos métodos lineales hacia métodos más pictóricos, y, a través de todas las combinaciones posibles, de nuevo hacia métodos lineales. En parte enigmáticos y extraños, en parte familiares e íntimos, sus propios dibujos rodean al dibujante. ¡Qué secreto encierra todavía este arte del alma que se parece más a la poesía y la música que a la pintura, con la que a pesar de todo tiene en común la educación del ojo y de la mano, así como la dimensión tangible de la “obra”!
Podemos decir que todos los artistas que imaginan dibujan más o menos bien. El dibujante tipo, tal como yo lo describo aquí, es un caso ideal que no aparece nunca en la sociedad bajo contornos tan nítidos. Su arte es sin embargo totalmente comprensible e innato en muchos hombres: para dedicarse a su actividad, no obstante, la mayoría de las veces les falta resignación, pues consideramos que ésta no es fructífera.
Sólo en Extremo Oriente, en los felices días de la antigua China, hemos visto a grandes maestros entregarse totalmente a un arte noble en blanco y negro y desarrollar un estilo grandioso y original. Su arte era para ellos —si creo en los grabados y libros que dan testimonio del mismo— como la religión y la poesía: se preparaban de antemano para eso, solemnemente y en la soledad. Para nosotros, europeos, ese ritmo tendría algo de ceremonioso, nosotros accedemos al espíritu por nuestros propios caminos.
Trabajando de firme, con el equipaje ligero y el corazón feliz, el dibujante se regocija con la simplicidad maravillosa de su arte, que le permite contentarse con una pluma, tinta china y papel. Él inventa sus criaturas, imagina y justifica cosas imposibles. Disciplinado, educa durante años su ojo, su mano y su carácter hasta que concibe progresivamente esa gracia y esa inocencia celeste que pueden hacer que todo se comprenda con casi nada. No cesa entonces de perfeccionarse en la maestría de su arte, hasta no ser más que un juguete vivo articulado a su espíritu. Podrá de la manera más superficial o de la manera más implacablemente penetrante dar como quiere a cada una de sus ideas una vida frágil. Ese soberano momento es el fin al que aspira. Pero dominar libremente el flujo de sus sueños más inquietantes y someterlos, dóciles, a su destreza, es el verdadero sentido de este arte que deja oír la íntima melodía de la vida de su maestro hasta el mismo instante en que la herramienta escapa de su mano.
Alfred Kubin. (1922).